No sé ni cómo empezar, porque ni yo mismo puedo entender cómo llegué a este punto. La vida era otra cosa antes de que las drogas y el alcohol tomaran el control. Antes de que todo se volviera oscuro. Pero ahora estoy aquí, en una celda que me recuerda cada día que perdí a lo único que me importaba de verdad: mi hija.
Aquella noche, todo se fue al infierno. Yo ya había tomado más de la cuenta, lo sé; mi cabeza apenas podía sostener un pensamiento y las manos me temblaban. Pero en ese estado, las cosas no parecían graves, las decisiones nunca parecían tan terribles. Había estado consumiendo más y más, perdiendo el control de mi propia vida. Las peleas con mi hija se habían vuelto comunes. Ella siempre me enfrentaba, y esa noche, no fue diferente. Recuerdo que intentaba decirme algo, que me pedía que dejara de beber, que me detuviera. Pero yo solo sentía rabia, una furia que no sabía de dónde venía.
Lo que pasó después es una niebla en mi mente. Sé que la empujé, sé que la grité, y cuando intentó alejarse, la seguí. La cólera y las sustancias me habían llevado a un punto sin retorno. Cuando la vi en el suelo, su cuerpo inmóvil, algo en mí despertó. Pero ya era tarde. Supe, en ese instante, que había cruzado la línea, que el veneno en mi sangre me había hecho hacer algo irreparable.
En el juicio, los fiscales no tuvieron que esforzarse mucho. Las pruebas eran claras, y mi historia de adicción era conocida en el barrio. Fui declarado culpable sin que nadie siquiera dudara. Nadie lloró por mí. Mi familia, mis amigos… todos se alejaron. ¿Quién iba a querer quedarse cerca de un hombre que había destruido su propia sangre? El castigo era justo.
Aquí dentro, la culpa es un tormento constante. Me paso las noches recordando, reviviendo cada instante de esa noche. Y cada día, cada maldito día, me doy cuenta de que las drogas y el alcohol me robaron la vida, pero, sobre todo, me robaron a mi hija. Nadie en esta prisión puede odiarme tanto como me odio yo.
Han pasado diez años desde aquella noche, y no hay día en que no me consuma el arrepentimiento. A mi familia, lo siento de verdad; no hay palabras suficientes para el dolor y la vergüenza que les causé. Perdí a mi hija por culpa de mis vicios, y perdí la única oportunidad de ser el padre que ella merecía. Si alguna vez pueden leer esto, sepan que daría lo que fuera por deshacerlo, pero todo lo que me queda es pedir perdón.