La primera noche en la cárcel fue un golpe al alma. Robé, sí, y aunque no era la primera vez, esta vez fue definitiva. Al entrar me enfrenté al hacinamiento: seis hombres en una celda para tres, el olor a cuerpos, a orina, y ese aire tan pesado que parecía pegarse a la piel. Esa noche no dormí; solo pensaba en mi madre y en los ojos decepcionados con los que me había mirado el día de mi sentencia.
El primer mes me vi forzado a sobrevivir entre golpes y hambre. Aprendí a leer las miradas y a moverme con cautela; la violencia aquí es parte del aire que se respira. En el comedor, la comida apenas llena y se convierte en una lucha. Todo es poco, y la dignidad se convierte en un lujo que no muchos pueden darse.
Con el paso de los meses, el cansancio se volvió insoportable. Las visitas disminuyeron, hasta casi desaparecer, y empecé a sentirme realmente solo. En la biblioteca de la prisión encontré consuelo en un libro de poemas. Nunca fui poeta, pero escribir en un cuaderno que conseguí a escondidas me ayudó a no perder la razón. Me aferraba a las palabras para no olvidarme de quién era, para no convertirme en solo una sombra más.
Al décimo mes, el encierro me cambió. La rutina carcelaria es constante, interminable: filas para comer, filas para el baño, filas para un médico que rara vez llega. Me vi enfermo, débil, y comprendí que aquí la cárcel no solo encierra, intenta quebrarte.
Al cumplir el año, ya no soy el mismo. Mis fuerzas flaquean, pero algo en mí todavía resiste. Me aferro a la idea de salir, de volver a escuchar los sonidos de la calle y oler la libertad. No sé si seré el mismo de antes, pero quiero reconstruirme. Aquí, uno aprende que la libertad es un regalo que solo se valora cuando se pierde.